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domingo, 1 de julio de 2012

Mis libros 3.

Cerré la puerta de mi habitación y me deslicé por ella hasta sentarme en el suelo. Aún podía sentir el dolor que aquel día me invadió, cuando me enteré de todo, cuando me vi despreciada, cuando todo a mí alrededor se volvía extraño, cuando los pilares que habían sostenido mi vida se derrumbaban ante mis ojos. Caminé a gatas hasta mi cama y me tumbé en ella. El tiempo no parecía haber pasado desde que dejé la habitación. Todo seguía allí. El gran balcón, lleno de rosas rojas, mis favoritas, iluminaba toda la estancia, bañando cada rincón, cada escondrijo, cada lugar de aquel sitio. El tocador estaba al fondo de la sala, lleno de mis perfumes y de mis joyas. Justo al lado, había una puerta, que daba al cuarto de baño. La cama, estaba a un lado del balcón, era grande y de madera, un velo de fina seda negra cubría su alrededor, colgando de unos palos que sujetaban el techado de la cama y junto a esta, un baúl lleno de vestidos, que por supuesto, me estaban pequeños y en el centro, se encontraba tirado en el suelo mi equipaje. Suspiré y caminé hacia el baúl, decidida, tomé aire y con cuidado, lo abrí, debía dejar espacio para mi ropa nueva. Agarré toda la ropa que pude y la tiré a un lado. Cuando giré de nuevo la cabeza hacia el baúl, me sorprendí al verme reflejada en el espejo que se encontraba en la tapadera de este.
Había cambiado mucho desde que me había mirado en ese espejo. Ya tenía dieciocho años, por lo tanto, mi cuerpo ya no era el de una niña, si no el de una mujer. Mi pelo, mucho más largo que en aquel entonces, seguía teniendo ese color marrón claro con fuerte parecido al pelirrojo. Mis ojos, eran grandes y de color verde apagado, y se escondían detrás de una cortina de abundantes pestañas, eso no había cambiado nada, al igual que mis mejillas rosadas. Mi cara, ahora era mas fina y tenía los rasgos característicos de una mujer. Mis labios, más carnosos que a los trece años, se mantenían serios desde entonces. Mi cuerpo había cambiado mucho, ahora era más alta y tenía muchas más curvas. Mis pechos habían crecido lo suficiente como para que me resultase incómodo acercarme a los hombres llevando vestidos con escote. Agaché la cabeza y fruncí el ceño al ver lo que había en el fondo del baúl, las lágrimas volvieron a mis ojos y no pude evitar llevarme las manos a la cara. Al lado del diario que escribía de niña, se encontraba, totalmente destrozado y lleno de sangre, el vestido que aquel fatídico día me puse. Era el que más me gustaba a los trece años, me quedaba un poco grande, pero me hacía sentir bonita. Me lo había regalado mi hermana, el color era igual que el de mis ojos, de un verde apagado sumamente misterioso, tenía un precioso cuello de barco de encajes color rosado.
Miles de momentos pasados con ese traje vinieron a mi cabeza, haciéndome daño de nuevo, como cada cosa que recordaba por culpa de la casa, por culpa de cada lugar por el que pasaba cercano allí. Sabía que lloraría al llegar, ya que tenía muy claro el trato que me iban a dar Padre, Madre, el servicio y el resto de las personas que vivían tanto en la casa como en el pueblo, pero no me hubiese imaginado para nada que lloraría a cada minuto del día. Realmente, me daba miedo pensar que sería así siempre, que todo el tiempo que pasase allí me tratarían de esta manera.
El sonido de algo golpear contra el suelo de cerámica de mi balcón me asustó e hizo que diese un respingo, levantándome del suelo y poniéndome en guardia. Me quedé así unos minutos, pero al poco me di cuenta de que estaba ridícula, y que cualquiera que me viese se reiría. Así que, al ver caer una piedrecita al suelo de nuevo, esta vez más cerca de la puerta de cristal, me acerqué y salí por ella. Decidida, caminé hasta llegar a la baranda, y asomé la cabeza por esta, quedándome de piedra. Parpadeé varias veces, y volví a mirar, era real, no se había movido ni un pelo.
Era Él.
Me contemplaba sin inmutarse ni lo más mínimo, sin preocuparse de si Padre o Madre le encontraban allí. Tenía una expresión dulce, algo que no pegaba nada con su aspecto ni con su actitud. Tenía el pelo rubio, le cubría las orejas y hacía que las facciones de su cara resultasen menos marcadas. Sus ojos, azul eléctrico, me incitaban a ir hacia él, a hablarle, incluso a pedirle una explicación, a preguntarle por qué había arruinado mi vida, quería saber esa razón tan importante que le motivó a hacerme tal cosa, pero no, sabía que no podía. Vestía un pantalón de tela algo rasgado por los bajos de color negro, unos zapatos negros también y una camisa azulada por fuera del pantalón. Y lo que más me llamó la atención, lucía una sonrisa despreocupada en los labios, como si no importase que estuviese en la casa, como si nada de lo que aquel día pasó hubiese ocurrido.
El pánico tomó mi cuerpo por completo, paralizándome durante unos segundos e impidiendo que echase a correr como estaba deseando hacer en ese mismo momento. Intenté pedir ayuda, pero la voz no quería salir de mi garganta. Cerré los ojos un segundo, deseando que todo fuese un sueño, y volví a abrirlos.
No estaba.