Vivo
enamorada de los romances imposibles.
Cada segundo
es un recuerdo que viene a mi cabeza y me tortura.
¿Que quién
es él?
Él es el
que, aunque suene cursi, cambió algo en mi vida, algo que hasta ahora no me
había dado cuenta de que era, por decirlo de alguna forma, su culpa. Cambió mi
forma de ver el mundo y a las personas, y sobre todo, cambió la forma en la que
me veía a mi misma.
Era un amor
imperfecto, lo sé, pero, ¿quién sería tan tonto de desear la perfección cuando
se tiene amor?
Amaba sus
defectos casi tanto como sus virtudes, ese impulso que tenía de decir lo que se
le pasase por la cabeza aunque no fuese un buen momento, ese pasotismo que me
hacía rabiar, ese deseo que tenía siempre de volver a su casa en cuanto hiciese
un poquito de frío, esa sequedad con la que me hablaba a veces. Podría seguir
hablando de defectos pero, es la primera vez, la primera vez, que
recuerdo a alguien con el que he compartido mi tiempo y parte de mí misma por
todo lo bueno que tuvimos, en vez de por lo malo. Como esa noche en la que me
quedé en su casa a dormir porque sus padres se fueron, recuerdo cada detalle de
esa noche, cada canción que escuchamos, cada caricia que nos dimos, cada beso
que nos regalamos, las veces que le dije te quiero, las cosquillas que nos
hicimos, los abrazos, las risas, las sonrisas y los susurros entre las sábanas,
incluso recuerdo lo que cenamos. Esa noche fue, perfectamente imperfecta.
Claro que,
no es el único recuerdo que conservo, aparte de las películas que nos quedaban
por ver, de los sitios a los que ya no podremos ir juntos, de las noches que
pasé despierta dudando de sus sentimientos hacia mí esos dos últimos meses,
aparte de esos días que pasamos tumbados en su cama o sentados en algún sitio
sin hablar, incómodos, dejando escapar nuestros sentimientos, viendo como se
los llevaba el silencio, aparte de esos malos recuerdos que llevo siempre
atados a mi espalda, está ese día en el que todo empezó.
No hablo del
día en el que nos conocimos, ni siquiera del día en el que empezamos a salir,
me refiero al día en el que, por primera vez, de nuevo por primera vez, sentí
que realmente había perdido un tiempo muy valioso, un verano que podría haber
sido inolvidable, dos meses que hubiesen podido marcar otro rumbo en nuestra
relación, en el que quizá, aún estaríamos juntos. Hablo del día en el que
quedamos por primera vez, solos, una semana después de que yo terminase mi
"relación" con, digamos, un amigo suyo, otro de los grandes errores
que cometí. Nos sentamos en un parque de Sevilla, alejados de todo el mundo, y
pasamos la tarde conociendonos el uno al otro sin parar de reír, hasta que,
después de unas palabras que están clavadas en mi cabeza y que nunca se irán,
me besó, y comencé a temblar, entonces supe que tenía razón, había perdido
demasiado tiempo.
Pienso que
si hubiesemos hablado de otras cosas, quizá nunca me hubiese besado, pero el
destino lo quiso así, y en ese momento, no pensé ni un instante que se hubiese
equivocado de rumbo.
Otra de
tantas cosas que recuerdo es su risa, admito que no consigo sacármela de la cabeza,
y la forma de sorprenderse que tenía. También recuerdo la forma en la que me
miraba siempre, esos millones de besos que me daba en la mejilla al principio y
esos pocos te quiero que logré oír salir de sus labios. Recuerdo perfectamente
cuando nos tiramos por una cuesta en dirección a mi casa en su bici y del miedo
que pasé cuando me daba besos mientras bajábamos y no miraba al frente.
Recuerdo un
millón de cosas cada día, y quizá por eso, porque me he dado cuenta, tarde, de
lo que tenía, es por lo que me engaño a mi misma diariamente aunque de forma
inconsciente, es por lo que cada vez me soporto menos a mí misma y aún menos a
los que están a mi alrededor, es por eso por lo que apenas aguanto ya salir con
mis amigos por mucho que les quiera, o por lo que lloro casi todas las noches
al darme cuenta de que el problema era yo, mi inseguridad, esa manía mía de no
decir lo que siento, pienso o molesta, esa dependencia que a veces sentía hacia
él, mi falta de iniciativa, mi vergüenza, mi edad incluso.
Quizá debería
haberle dicho esto hace mucho tiempo, o quizá he hecho bien en no decírselo.
De todas
formas, espero que no lea esto, porque si lo lee sabrá lo que siento, si sabe
lo que siento volverá a tenerme colgando de su mano, aunque ya no me quiera,
aunque yo aún sí.
Después de
un mes aparentando estar bien, cosa que yo me creía fervientemente, he
necesitado solo un par de segundos para darme cuenta del error que cometí
aquelfin de semana cuando decidí no echarle más de menos, cuando él también lo
decidió, cuando reí con él por última vez, cuándo oí su voz por última vez,
cuando le abracé por última vez, cuando le ví por última vez.
Y ahora,
sigo hablando con él, sí, pero ya no es lo mismo, quizá me haga hasta más caso,
pero no, lo que había entre nosotros se fue, lo dejamos marchar un viernes, y
hoy, un mes después, sigo recordándolo todo, sentada en el mismo sitio en el
que me senté cuando lo dejamos y volví a casa, sintiendo lo que aquel día me
negué a sentir.
Por si lo
pensábais, este no es otro trozo de uno de mis libros, esta historia no tiene
un final feliz. Esta es mi historia, un trozo de mi vida que deseaba compartir,
así, quizá, cuando la leáis, os ayude a no dejar escapar lo que yo dejé, a no
ser tan tontos como esta escritora de casi diecisiete años, y a, quizá,
apreciar lo que tenéis en este momento, porque puede que, por mucho que lo
deseéis, no dure tan para siempre cómo esperábais.